jueves, 5 de marzo de 2015

DE LOS PROCESOS DE TRANSFORMACIÓN A LA BUENA COMIDA. Por Pilar Pineda Zamorano.


Aquellos que me conocen saben de mi pasión por la cocina. Será porque las cosas más importantes de mi vida siempre han ido sucediendo en la cocina, o alrededor de una comida, normalmente en familia y con amigos. También porque en la cocina es donde pasamos un gran número de horas, y si además te gusta lo que haces pues genial. Pero lo que más me ha gustado siempre de cocinar es que al final, el resultado de tu trabajo es compartido con otras personas, y por lo general disfrutado con ellas. Esto siempre me ha merecido la pena.

En lo que he expresado ya veo identificados varios procesos que son base en el trabajo de transformación, de entidades o de nuestras propias vidas. Pero por lo que desde mi acción culinaria voy aprendiendo quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones que voy haciendo presentes en muchas áreas de mi vida profesional y personal.

Me centraré en la elaboración de un flamenquín, comida típica de mi ciudad, Córdoba, y que tardé más de tres años en atreverme a realizar de forma artesanal. Es una de mis comidas favoritas pero no me atrevía a “meterle mano”, me causaba demasiado respeto.
Un día lo hice y el resultado estuvo bien. Pensé lo que tenía que hacer, compré los ingredientes y me di cuenta que todo consistía en un filete de cerdo muy fino, liado sobre una loncha de jamón serrano, pasado por huevo y después por pan rallado, y frito en aceite.

Así de simple. La receta es así de simple. El resultado gustó. Y como una vez que hice los primeros seguí dándole vueltas a la receta simple, me atreví a introducir cambios. Pensé en mis comensales habituales y sus sabores favoritos, que conozco bien porque cocino a menudo para ellos. Así emanaron flamenquines de york y queso, flamenquines de roquefort, flamenquines a la barbacoa, y el que más triunfó fue el flamenquín ibérico, porque aunque no lo creáis en mi entorno personal hay paladares exquisitos.
Todos ellos fueron pensados para las personas a las que iban destinados. Adapté esa simple receta a “mis clientes”. Su felicidad fue evidente, y lo que empezó siendo una adaptación a gustos, se ha conformado en una costumbre donde periódicamente hacemos gran cantidad de flamenquines por sabores que pasan a engrosar los congeladores de mis seguidores culinarios.

Pero el tiempo me ha enseñado que, además de la adaptación de los rellenos, si la carne de partida la “cuido y mimo” con un leve adobo de limón y pimienta, o un sutil sabor de aceite de trufas, o lo dejo un día con algunos piñones, el sabor de todo el conjunto cambia. Si además el huevo lo bato con energía y lo dejo líquido, y el pan rallado lo trituro hasta dejarlo cual harina, sazonado con algo de perejil, todo vuelve a cambiar. Todo esto lo fui aprendiendo del saber popular, de cositas que oía de mis relaciones, siempre pegando el oído cuando alguien habla de comida, o cae en mis manos una receta.
Y a riesgo de parecer cualquier Santa Teresa al uso, que levita entre sus cacerolas, sí es cierto que de todo esto extraigo continuas enseñanzas que me acompañan en la simpleza de mi vida.

Por ejemplo, saber hacer cosas simples, adquirir el conocimiento básico, y después saber adecuarlo a los gustos (intereses o necesidades) de los demás, incluso haciendo composiciones de sabor que a mí no me gustan, porque es importante saber cuando el objetivo de tu acción eres tú, o es la otra persona.

Por ejemplo, saber crecer escuchando a los demás, y desde el aprendizaje continuado, siendo capaz de ver posibilidades de mejora de cualquier acción (“receta”) en cualquier palabra.

También es muy importante aprender y entender que nunca mi receta será mejor que la de tu madre. Eso es un dogma de fe en las cocinas. Y ahí está el reconocimiento a la experiencia. (Después, cuando tienes hijos, te das cuenta que tu comida es mejor para ellos que la de la abuela, aunque tú sepas que tu madre guisaba mejor que tú). (Y no quiero dejar matices sexistas, como el arroz de mi padre y como las lentejas de mi marido ningunas, pero creo que se entiende el sentido).

Ser capaz de ver que todo es mejorable, que los matices importan, que los tiempos son necesarios, y algo que considero vital, y es que los ingredientes por separado no dicen nada, pero juntos se convierten en algo bestial.

El ser humano es complicado por naturaleza (sólo hay que conocerme a mí para confirmar esta idea), pero debemos generar procesos de transformación que consigan devanar de forma simple nuestras metas, definir las acciones que tenemos que realizar para alcanzarlas y ponernos manos a la obra. 

Al final, el proceso de transformación culminará en el cambio (quizá no el resultado deseado, pero no cabe duda que la transformación nos producirá un cambio). Si no nos gusta cómo ha quedado, si no nos gusta el resultado final de nuestra receta, no nos queda otra que empezar de nuevo, aprender de lo realizado en el proceso anterior y diseñar la estrategia de la nueva acción, pensando en nuestros comensales y orientándonos a sus necesidades y deseos.

Seguro que nos sale la comida perfecta. Ah, y no olvidaros de invitarme a comer.
Otro día hablaremos de las empanadas.

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