Aquellos que me conocen saben de
mi pasión por la cocina. Será porque las cosas más importantes de mi vida
siempre han ido sucediendo en la cocina, o alrededor de una comida, normalmente
en familia y con amigos. También porque en la cocina es donde pasamos un gran
número de horas, y si además te gusta lo que haces pues genial. Pero lo que más
me ha gustado siempre de cocinar es que al final, el resultado de tu trabajo es
compartido con otras personas, y por lo general disfrutado con ellas. Esto
siempre me ha merecido la pena.
En lo que he expresado ya veo
identificados varios procesos que son base en el trabajo de transformación, de
entidades o de nuestras propias vidas. Pero por lo que desde mi acción
culinaria voy aprendiendo quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones
que voy haciendo presentes en muchas áreas de mi vida profesional y personal.
Me centraré en la elaboración de
un flamenquín, comida típica de mi ciudad, Córdoba, y que tardé más de tres
años en atreverme a realizar de forma artesanal. Es una de mis comidas
favoritas pero no me atrevía a “meterle mano”, me causaba demasiado respeto.
Un día lo hice y el resultado
estuvo bien. Pensé lo que tenía que hacer, compré los ingredientes y me di
cuenta que todo consistía en un filete de cerdo muy fino, liado sobre una
loncha de jamón serrano, pasado por huevo y después por pan rallado, y frito en
aceite.
Así de simple. La receta es así
de simple. El resultado gustó. Y como una vez que hice los primeros seguí
dándole vueltas a la receta simple, me atreví a introducir cambios. Pensé en
mis comensales habituales y sus sabores favoritos, que conozco bien porque
cocino a menudo para ellos. Así emanaron flamenquines de york y queso,
flamenquines de roquefort, flamenquines a la barbacoa, y el que más triunfó fue
el flamenquín ibérico, porque aunque no lo creáis en mi entorno personal hay
paladares exquisitos.
Todos ellos fueron pensados para
las personas a las que iban destinados. Adapté esa simple receta a “mis
clientes”. Su felicidad fue evidente, y lo que empezó siendo una adaptación a
gustos, se ha conformado en una costumbre donde periódicamente hacemos gran
cantidad de flamenquines por sabores que pasan a engrosar los congeladores de
mis seguidores culinarios.
Pero el tiempo me ha enseñado que,
además de la adaptación de los rellenos, si la carne de partida la “cuido y
mimo” con un leve adobo de limón y pimienta, o un sutil sabor de aceite de
trufas, o lo dejo un día con algunos piñones, el sabor de todo el conjunto
cambia. Si además el huevo lo bato con energía y lo dejo líquido, y el pan
rallado lo trituro hasta dejarlo cual harina, sazonado con algo de perejil,
todo vuelve a cambiar. Todo esto lo fui aprendiendo del saber popular, de
cositas que oía de mis relaciones, siempre pegando el oído cuando alguien habla
de comida, o cae en mis manos una receta.
Y a riesgo de parecer cualquier
Santa Teresa al uso, que levita entre sus cacerolas, sí es cierto que de todo
esto extraigo continuas enseñanzas que me acompañan en la simpleza de mi vida.
Por ejemplo, saber hacer cosas
simples, adquirir el conocimiento básico, y después saber adecuarlo a los
gustos (intereses o necesidades) de los demás, incluso haciendo composiciones
de sabor que a mí no me gustan, porque es importante saber cuando el objetivo
de tu acción eres tú, o es la otra persona.
Por ejemplo, saber crecer
escuchando a los demás, y desde el aprendizaje continuado, siendo capaz de ver
posibilidades de mejora de cualquier acción (“receta”) en cualquier palabra.
También es muy importante
aprender y entender que nunca mi receta será mejor que la de tu madre. Eso es
un dogma de fe en las cocinas. Y ahí está el reconocimiento a la experiencia.
(Después, cuando tienes hijos, te das cuenta que tu comida es mejor para ellos
que la de la abuela, aunque tú sepas que tu madre guisaba mejor que tú). (Y no
quiero dejar matices sexistas, como el arroz de mi padre y como las lentejas de
mi marido ningunas, pero creo que se entiende el sentido).
Ser capaz de ver que todo es
mejorable, que los matices importan, que los tiempos son necesarios, y algo que
considero vital, y es que los ingredientes por separado no dicen nada, pero
juntos se convierten en algo bestial.
El ser humano es complicado por
naturaleza (sólo hay que conocerme a mí para confirmar esta idea), pero debemos
generar procesos de transformación que consigan devanar de forma simple
nuestras metas, definir las acciones que tenemos que realizar para alcanzarlas
y ponernos manos a la obra.
Al final, el proceso de
transformación culminará en el cambio (quizá no el resultado deseado, pero no
cabe duda que la transformación nos producirá un cambio). Si no nos gusta cómo
ha quedado, si no nos gusta el resultado final de nuestra receta, no nos queda
otra que empezar de nuevo, aprender de lo realizado en el proceso anterior y
diseñar la estrategia de la nueva acción, pensando en nuestros comensales y
orientándonos a sus necesidades y deseos.
Seguro que nos sale la comida
perfecta. Ah, y no olvidaros de invitarme a comer.
Otro día hablaremos de las
empanadas.
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